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jueves, 16 de mayo de 2013

En en área Ixil

En mi primer año de la carrera de antropología tuve experiencias místicas que han delineado mis manías y juicios sobre la vida. Me acerqué a la muerte y la muerte me dio palmaditas en la espalda mientras charlábamos sobre la levedad del ser y el éxito de su empresa. Joven y shute que es una, busque información sobre lo que los antropólogos forenses realizaban en cada proceso de desenterrar hueso en las tumbas colectivas dejadas por la guerra interna de treinta y seis años que vivió el país. Bastó una plática de pasillos con un profesor y sus bigotes de escoba vieja y a los pocos días me encontré sentada, compartiendo con trabajadores de la fundación de antropología forense. Sentados en círculo, tres mujeres jóvenes y un par de señores entrando a los cincuenta años, lavaban huesos humanos usando cepillos dentales y un balde grande de agua. Llegué a visitar a una antigua alumna del profesor y ella me presentó con el resto de sus compañeros de labores, me nombró como estudiante de primer año y futura antropóloga forense, la nueva adquisición de la fundación. Era casi medio día y el ambiente de martes de verano era ameno.  Rótulas grandes y diminutas, impresionantes fémures, carpos, tibias, húmeros, bailaban en el agua y en las manos de los limpiantes, mientras se platicaba de la próxima exhumación a iniciarse el jueves de la misma semana en una base militar del altiplano central; se presumía, por información recibida de un exparamilitar arrepentido, que la fosa contenía al menos 35 cadáveres ejecutados en 1982, tres familias completas, abuelos, abuelas, niñas y niños, padres y madres. El ánimo de esa mañana estaba acompañado por la excitación del trabajo de desentierro y por el nerviosismo que provocaba las amenazas de muerte en contra de la comunidad que solicitó la exhumación y cualquier grupo forense que se acercara al lugar. Ser exhumador era la moda más cotizada del momento entre la intelectualidad y el performance progresista, pero también era un compromiso de vida por recuperar la memoria colectiva comunitaria y nacional. Por los intereses en juego también era de las profesiones más riesgosas del momento, no se puede ir levantado muertos por allí sin esperar que los huesos de sus dedos salgan de la tumba señalando  victimarios. Después de un cuidadoso lavado del hueso, este era depositado en mesas de madera dispuesto para secar y luego ser clasificado por tipo y tamaño. El propósito final era completar los 12 rompecabezas extraídos de una fosa común ubicada en San Juan, allí fueron ejecutados estos promotores agrícolas, acusados de organizar campesinos y prepararlos para la insurgencia. Una de las muchachas que realizaba el trabajo de limpieza soltó por error  una clavícula pequeña, que al caer en el balde de agua atrajo con su sonido la vista de sus compañeros, “ese todavía está vivo” inquirió uno de los viejos forenses provocando la risa moderada del conjunto. “Y entonces qué almorzamos hoy ¿caldo de hueso?” Y las risas fueron aumentando de volumen. “Lograr que nos aumenten el salario acá de verdad es un hueso duro de roer”. Yo atisbé una leva mueca que no llego a ser sonrisa, no entendí en ese momento el humor negro e irrespetuoso contra la gente que una vez ocupo los huesos que hoy eran motivos de mofas. Más tarde comprendí que los sentimientos de deseperanza, ira y efusión que provoca trabajar a diario con la muerte deben equilibrarse con acciones como bromas, llanto y groseras borracheras.
Tres meses después de mi ingreso a la fundación como voluntaria, asistí por primera vez a la devolución de los restos identificados de 80 osamentas. 30 años atrás el ejército llego con dos columnas de efectivos, cercó una aldea completa, reunió a los hombres que fueron degollados uno por uno durante tres horas de carnicería, obligando a mujeres y niños a ser testigos de esa infernal infamia. Luego los niños y niñas fueron quemados vivos apilados como costalitos de maíz y las mujeres luego de violadas se unieron a sus compañeros de vida ya sin vida en el salón comunal que ardió sin más testigos que la luna sazona en otra noche de verano. Llegamos a la comunidad y los ojos de la comunidad reflejaban agradecimiento para el trabajo que habíamos efectuado. Les estábamos devolviendo a sus seres queridos que aunque muertos volvían ese día para reunirse y platicar de todo lo vivido en esos años de ausencia. La certeza de la muerte le devolvía a la comunidad la certeza de la vida. Embestidos pues los antropólogos de un hálito de heroicidad, fuimos objeto de múltiples atenciones, sonrisas y miradas amables. Esa era quizá la mejor recompensa a las presiones políticas hacia nuestro trabajo. Llegamos a las once de la mañana, entregamos los cuerpos y fuimos parte de la comunidad en los múltiples actos de remembranza, fiesta, alegría y llanto que sucedieron en las horas de la tarde. Por la noche la velación en la iglesia de la comunidad previo al entierro del día siguiente. Cansados por el viaje y las múltiples e intensas emociones mis tres compañeros y yo nos dirigimos a cenar en una pequeña cafetería ubicada a treinta metros de la iglesia. Antes de salir del templo, una de las madres dolosas inquirió sobre nuestro destino, le contamos que íbamos a cenar y a descansar un poco, pero que regresábamos en un rato. Huevos fritos, frijoles parados, crema y café aguado apaciguaron nuestra hambre, salimos rumbo a la pensión en donde nos hospedamos siempre que llegamos a esa localidad y en la mesa del centro de la repeción nos sentamos a relatar lo vivido ese día en una improvisada terapia colectiva acompañada de una botella de ron añejo. Uno a uno mis compañero fueron a recostar la cabeza en un almohada y yo me quede pensando en mí como una extraña de pelo morado recibida como amiga por una comunidad de personas que no me conocían. Quería hacer esto o algo parecido por el resto de mi vida. Cansada y emocionada llegué al cuarto de cuatro camas individuales, tres de las cuales ya estaban ocupadas por bellos durmientes. No tarde mucho en dormir y soñar. Horas después reaccioné sobresaltada a los empujones que mi compañero de la cama de al lado le pegaba a mi brazo. ¡Escuchá, escuchá ese ruido! Las láminas de zinc que hacían el techo de la habitación, sonaban levemente como bañadas por una lluvia no uniforme pero pertinaz. Era como el impacto sobre el metal de cientos de patas pequeñas de pájaros pequeños, los cuales luego de un primer baile de son iniciaran a picotear al maíz que las campesinas riegan en el patio de la casa. Eran las doce menos un minuto y el sonido se intensificó de forma paulatina. Es sólo lluvia se dijo a sí mismo mi compañero y sin más, volvió a respirar profundamente, signo de que había regresado a su mundo de sueño. Yo por el contrario inicié una madrugada de alucinación, la lluvia no era lluvia, era más un baile de codornices, de hojas secas de sauce cayendo en compas de cuatro cuartos sobre hojas secas de aliso. Mis ojos vieron entrar por la rendija inferior de la puerta una fila de luciérnagas; el ruido de la lámina constante fue despertando uno a uno a mis otros compañeros quienes no dieron importancia al sonido que, a esa altura, ya era bastante fuerte. No tienen oído musical pensé. De pronto un golpe fuerte sonó seco en el techo y al instante cesó el baile de pájaros. Un ruido de tal magnitud debió despertar a los ocupantes de los otros cuartos, pero no escuchamos reacción alguna en las proximidades. Nuestros corazones ya no latían lento, habían sido arrebatados del letargo de la noche por la impresión del golpe seco en el techo, al mismo que siguió un rechinido de puntas de acero arrastrándose por el zinc, como el lamento prolongado de la leña ardiendo en el fuego de los hornos de pan, o el árbol que antes de ser leña es cercenado por una sierra y se desploma ya sin resistencia pues ha sido alejado de sus raíces. Un frío sobrenatural se nos metió hasta los huesos, nadie decía nada, y las luciérnagas que hasta ahora seguían volando en círculos o trazando cruces de norte a sur y de este a oeste, detuvieron su vuelo y en caída libre luminosa chocaron contra el suelo pagándose su luz interna para siempre. A la mañana siguiente, con ojeras y una extrañeza colectiva colocada en el centro de la razón, llegamos a la iglesia, media hora antes del inicio del cortejo fúnebre hacia el nuevo cementerio de la aldea. Sin poder contener ni ocultar mis emociones le conté a un grupo de mujeres de la comunidad lo sucedido. Sin gran sorpresa comentaron en su idioma indígena lo que yo había explicado y una de ellas me dio un beso diciendo: nuestros muertos, abuelos y abuelas los fueron a buscar anoche, están agradecidos con su trabajo, pero ayer antes de irse ustedes nos prometieron volver luego de descansar, debían regresar a compartir y como no vinieron ellos fueron a compartir con ustedes, fueron susurros de poemas de la noche, tejidos en la selva y la montaña y fueron canciones imaginadas por los pinos hace siglos. Eso les contaron anoche nuestros muertos a ustedes.

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