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lunes, 27 de mayo de 2013

No más polarización en Guatemala

La sociedad guatemalteca vive polarizada, es innegable. En muchos temas de la realidad nacional encontramos posturas antagónicas. Estas posturas en la opinión pública y en la lucha política, se originan de formas diferentes y contrapuestas de analizar los problemas sociales y como consecuencia, tenemos propuestas de solución que se alejan unas de otras. La ideas diversas no son el problema, el problema se produce cuando un sector impone sus ideas de cómo debe conducirse el país, sobre el resto de la sociedad.

Aun cuando la polarización se expresa en ideas, discursos y propuestas políticas, tiene su origen en las condiciones materiales de un país. En el caso de Guatemala antes de que exista una polarización de ideas y opiniones, esa polarización existe en la realidad social y económica que nos toca vivir día a día. La Real Academia Española define polo como cada uno de los dos puntos opuestos de un cuerpo. La sociedad guatemalteca es un cuerpo heterogéneo en el que los extremos sociales son evidentes y se expresan en inequidad y desigualdad. Por ejemplo, hay pocos ricos muy ricos y muchos pobres muy pobres; según estadísticas oficiales la pobreza va en aumento. Mientras hay personas que siempre comen en exceso y hasta se dan el lujo de tirar la comida, en el país uno de cada dos niños y niñas sufre desnutrición crónica. Mientras 2% de agricultores poseen el 60% de la tierra cultivable, la gran mayoría (92% de productores) debe producir en sólo 22% de tierra. Mientras menos del 2% de las guatemaltecas y guatemaltecos tienen acceso a educación universitaria, una gran cantidad de población se queda sin acceso a educación secundaria o de nivel medio y un millón setecientos mil aún son analfabetos. Mientras hay familias que cuentan con tres o cuatro vehículos automotores y viajan con guardaespaldas, la mayoría de población se sube todos  los días a camionetas en mal estado y con la sensación de que en cualquier momento matan al piloto del bus y asaltan a los pasajeros. Mientras un sector de población puede pagar seguro médico y cubrir operaciones que pueden llegar a tener costos en hospitales privados de hasta cincuenta mil quetzales, millones de habitantes no cuentan ni con asistencia pública en salud y se van muriendo poco a poco, resignados a la muerte. Mientras hay familias que viajan a Miami o Nueva York para hacer compras de ropa, relojes y joyas, la mayoría de la población se viste con ropa usada americana.

Ahora bien, ni la pobreza ni la desnutrición o el analfabetismo son fenómenos naturales. Son eventos sociales que tienen causas históricas, provocadas por la interacción desigual en las relaciones de poder entre grupos sociales. Los grupos privilegiados se aferran a sus privilegios y los grupos excluidos exigen derechos e igualdad. De esta forma se da la polarización en la sociedad. Esta polarización no disminuye si acusamos al otro de terrorista, comunista, desestabilizador o cosas por el estilo. La polarización de las ideas y posturas políticas se reducirán cuando encontremos los caminos para resolver la polarización material, es decir, minimizar las desigualdades sociales y económicas que tienen al país al borde del abismo.

jueves, 16 de mayo de 2013

Ni el mejor de todos

Había viajado como la estrella del equipo nacional de gimnasia. Los juegos panamericanos en Santo Domingo habían convocado la mayor cantidad de deportistas en la historia de la práctica olímpica en el continente. África Cordón llegaba como una de las favoritas para ganar en uno o dos aparatos del ciclo de la gimnasia y tenía verdaderas posibilidades en el all around. Nacida en el departamento de Jutiapa, creció y entrenó la mayor parte de su vida en dos escenarios: Ciudad de Guatemala y México DF. Su padre era accionista menor en una creciente empresa de telefonía. Había tenido todo el apoyo moral y económico para desarrollar sus capacidades. Pudo haber sido gimnasta, médica o violinista, siempre de las mejores. Dos días antes del inicio de los juegos sufrió fuertes dolores en el vientre, ingresó de emergencia en el hospital nacional de la ciudad caribeña casi desmayada. En el sistema médico de aquel país había alerta naranja para atender cualquier eventualidad relacionada con los juegos panamericanos y ella llegaba como la primera manifestación de eventos imprevisibles en cualquier evento que convoca a masas de deportistas, artistas y público. Salió de su momentánea inconsciencia y se halló en  una de las salas de emergencia, la enfermera le dijo que el mejor doctor de la Dominicana estaba por llegar y eso le alivió el espíritu por un largo y sereno instante.  Apareció un apuesto doctor moreno, quien con una sonrisa amplia la saludo y le tomó el ritmo de las pulsaciones. Sintió desmayarse de nuevo, mas no por las complicaciones de salud; un súbito impulso descontrolado le hizo retirar su mano de la del doctor. A mí no me toca ningún negro, grito con imprevista desesperación. El doctor no entendió la reacción y asumió el incidente como un delirio propio de la fiebre y la presión arterial  alta de la paciente. Colocó su mano en la frente de África quien frenética se levantó de la camilla, repitió autómata la frase previa  y salió caminando por la puerta de la sala de aquel moderno hospital. Los juegos se realizaron, África ganó dos medallas, una dorada y la otra de bronce, regresó triunfante a su país. En el mejor y más exclusivo hospital de Ciudad de Guatemala, un doctor con acento teutón le anunció que sería la campeona mamá de gemelos en un término de siete meses. Dos criaturas bienvenidas a este mundo para enseñarles que no todos somos iguales.

En en área Ixil

En mi primer año de la carrera de antropología tuve experiencias místicas que han delineado mis manías y juicios sobre la vida. Me acerqué a la muerte y la muerte me dio palmaditas en la espalda mientras charlábamos sobre la levedad del ser y el éxito de su empresa. Joven y shute que es una, busque información sobre lo que los antropólogos forenses realizaban en cada proceso de desenterrar hueso en las tumbas colectivas dejadas por la guerra interna de treinta y seis años que vivió el país. Bastó una plática de pasillos con un profesor y sus bigotes de escoba vieja y a los pocos días me encontré sentada, compartiendo con trabajadores de la fundación de antropología forense. Sentados en círculo, tres mujeres jóvenes y un par de señores entrando a los cincuenta años, lavaban huesos humanos usando cepillos dentales y un balde grande de agua. Llegué a visitar a una antigua alumna del profesor y ella me presentó con el resto de sus compañeros de labores, me nombró como estudiante de primer año y futura antropóloga forense, la nueva adquisición de la fundación. Era casi medio día y el ambiente de martes de verano era ameno.  Rótulas grandes y diminutas, impresionantes fémures, carpos, tibias, húmeros, bailaban en el agua y en las manos de los limpiantes, mientras se platicaba de la próxima exhumación a iniciarse el jueves de la misma semana en una base militar del altiplano central; se presumía, por información recibida de un exparamilitar arrepentido, que la fosa contenía al menos 35 cadáveres ejecutados en 1982, tres familias completas, abuelos, abuelas, niñas y niños, padres y madres. El ánimo de esa mañana estaba acompañado por la excitación del trabajo de desentierro y por el nerviosismo que provocaba las amenazas de muerte en contra de la comunidad que solicitó la exhumación y cualquier grupo forense que se acercara al lugar. Ser exhumador era la moda más cotizada del momento entre la intelectualidad y el performance progresista, pero también era un compromiso de vida por recuperar la memoria colectiva comunitaria y nacional. Por los intereses en juego también era de las profesiones más riesgosas del momento, no se puede ir levantado muertos por allí sin esperar que los huesos de sus dedos salgan de la tumba señalando  victimarios. Después de un cuidadoso lavado del hueso, este era depositado en mesas de madera dispuesto para secar y luego ser clasificado por tipo y tamaño. El propósito final era completar los 12 rompecabezas extraídos de una fosa común ubicada en San Juan, allí fueron ejecutados estos promotores agrícolas, acusados de organizar campesinos y prepararlos para la insurgencia. Una de las muchachas que realizaba el trabajo de limpieza soltó por error  una clavícula pequeña, que al caer en el balde de agua atrajo con su sonido la vista de sus compañeros, “ese todavía está vivo” inquirió uno de los viejos forenses provocando la risa moderada del conjunto. “Y entonces qué almorzamos hoy ¿caldo de hueso?” Y las risas fueron aumentando de volumen. “Lograr que nos aumenten el salario acá de verdad es un hueso duro de roer”. Yo atisbé una leva mueca que no llego a ser sonrisa, no entendí en ese momento el humor negro e irrespetuoso contra la gente que una vez ocupo los huesos que hoy eran motivos de mofas. Más tarde comprendí que los sentimientos de deseperanza, ira y efusión que provoca trabajar a diario con la muerte deben equilibrarse con acciones como bromas, llanto y groseras borracheras.
Tres meses después de mi ingreso a la fundación como voluntaria, asistí por primera vez a la devolución de los restos identificados de 80 osamentas. 30 años atrás el ejército llego con dos columnas de efectivos, cercó una aldea completa, reunió a los hombres que fueron degollados uno por uno durante tres horas de carnicería, obligando a mujeres y niños a ser testigos de esa infernal infamia. Luego los niños y niñas fueron quemados vivos apilados como costalitos de maíz y las mujeres luego de violadas se unieron a sus compañeros de vida ya sin vida en el salón comunal que ardió sin más testigos que la luna sazona en otra noche de verano. Llegamos a la comunidad y los ojos de la comunidad reflejaban agradecimiento para el trabajo que habíamos efectuado. Les estábamos devolviendo a sus seres queridos que aunque muertos volvían ese día para reunirse y platicar de todo lo vivido en esos años de ausencia. La certeza de la muerte le devolvía a la comunidad la certeza de la vida. Embestidos pues los antropólogos de un hálito de heroicidad, fuimos objeto de múltiples atenciones, sonrisas y miradas amables. Esa era quizá la mejor recompensa a las presiones políticas hacia nuestro trabajo. Llegamos a las once de la mañana, entregamos los cuerpos y fuimos parte de la comunidad en los múltiples actos de remembranza, fiesta, alegría y llanto que sucedieron en las horas de la tarde. Por la noche la velación en la iglesia de la comunidad previo al entierro del día siguiente. Cansados por el viaje y las múltiples e intensas emociones mis tres compañeros y yo nos dirigimos a cenar en una pequeña cafetería ubicada a treinta metros de la iglesia. Antes de salir del templo, una de las madres dolosas inquirió sobre nuestro destino, le contamos que íbamos a cenar y a descansar un poco, pero que regresábamos en un rato. Huevos fritos, frijoles parados, crema y café aguado apaciguaron nuestra hambre, salimos rumbo a la pensión en donde nos hospedamos siempre que llegamos a esa localidad y en la mesa del centro de la repeción nos sentamos a relatar lo vivido ese día en una improvisada terapia colectiva acompañada de una botella de ron añejo. Uno a uno mis compañero fueron a recostar la cabeza en un almohada y yo me quede pensando en mí como una extraña de pelo morado recibida como amiga por una comunidad de personas que no me conocían. Quería hacer esto o algo parecido por el resto de mi vida. Cansada y emocionada llegué al cuarto de cuatro camas individuales, tres de las cuales ya estaban ocupadas por bellos durmientes. No tarde mucho en dormir y soñar. Horas después reaccioné sobresaltada a los empujones que mi compañero de la cama de al lado le pegaba a mi brazo. ¡Escuchá, escuchá ese ruido! Las láminas de zinc que hacían el techo de la habitación, sonaban levemente como bañadas por una lluvia no uniforme pero pertinaz. Era como el impacto sobre el metal de cientos de patas pequeñas de pájaros pequeños, los cuales luego de un primer baile de son iniciaran a picotear al maíz que las campesinas riegan en el patio de la casa. Eran las doce menos un minuto y el sonido se intensificó de forma paulatina. Es sólo lluvia se dijo a sí mismo mi compañero y sin más, volvió a respirar profundamente, signo de que había regresado a su mundo de sueño. Yo por el contrario inicié una madrugada de alucinación, la lluvia no era lluvia, era más un baile de codornices, de hojas secas de sauce cayendo en compas de cuatro cuartos sobre hojas secas de aliso. Mis ojos vieron entrar por la rendija inferior de la puerta una fila de luciérnagas; el ruido de la lámina constante fue despertando uno a uno a mis otros compañeros quienes no dieron importancia al sonido que, a esa altura, ya era bastante fuerte. No tienen oído musical pensé. De pronto un golpe fuerte sonó seco en el techo y al instante cesó el baile de pájaros. Un ruido de tal magnitud debió despertar a los ocupantes de los otros cuartos, pero no escuchamos reacción alguna en las proximidades. Nuestros corazones ya no latían lento, habían sido arrebatados del letargo de la noche por la impresión del golpe seco en el techo, al mismo que siguió un rechinido de puntas de acero arrastrándose por el zinc, como el lamento prolongado de la leña ardiendo en el fuego de los hornos de pan, o el árbol que antes de ser leña es cercenado por una sierra y se desploma ya sin resistencia pues ha sido alejado de sus raíces. Un frío sobrenatural se nos metió hasta los huesos, nadie decía nada, y las luciérnagas que hasta ahora seguían volando en círculos o trazando cruces de norte a sur y de este a oeste, detuvieron su vuelo y en caída libre luminosa chocaron contra el suelo pagándose su luz interna para siempre. A la mañana siguiente, con ojeras y una extrañeza colectiva colocada en el centro de la razón, llegamos a la iglesia, media hora antes del inicio del cortejo fúnebre hacia el nuevo cementerio de la aldea. Sin poder contener ni ocultar mis emociones le conté a un grupo de mujeres de la comunidad lo sucedido. Sin gran sorpresa comentaron en su idioma indígena lo que yo había explicado y una de ellas me dio un beso diciendo: nuestros muertos, abuelos y abuelas los fueron a buscar anoche, están agradecidos con su trabajo, pero ayer antes de irse ustedes nos prometieron volver luego de descansar, debían regresar a compartir y como no vinieron ellos fueron a compartir con ustedes, fueron susurros de poemas de la noche, tejidos en la selva y la montaña y fueron canciones imaginadas por los pinos hace siglos. Eso les contaron anoche nuestros muertos a ustedes.